Por: César Monroy
Director General de Seele Neuroscience.
Los encabezados del pasado mes de mayo en casi todos los periódicos alrededor del mundo se engolosinaron con una noticia insólita: “Un niño de 15 años descubre una ciudad Maya con Google Earth”[1][2][3] . ¿Qué tiene esto de extraordinario? Una persona sin preparación formal, con uso de tecnología disponible en Internet, realiza algo que ningún arqueólogo profesional había logrado en décadas. La nota cuenta con los ingredientes de la fórmula perfecta para ilustrar el triunfo de la intuición sobre el rigor científico. Lamentablemente no fue así.
Creer que unos cuantos dotes intuitivos y habilidad argumentativa pueden sustituir años de preparación de toda una comunidad científica es una ficción que se ha alimentado más de malinterpretaciones y conclusiones apresuradas que de hechos documentados. William Gadoury, el famoso niño canadiense, confundió una serie de sembradíos con pirámides antiguas y les atribuyó un orden de alineación ligado a las constelaciones de la astronomía griega y no a la astronomía Maya. Pese a las precisiones de los expertos, el daño ya estaba hecho. De las 10 primeras noticias que aparecen actualmente en Google sobre este suceso sólo una corrige los hechos originalmente publicados.
Un fenómeno similar ocurrió con los neuroaficionados y el tan desgastado tema del neuromarketing. Cuando Martin Lindstrom publicó en el 2008 su bestseller Buyology (Compradicción en castellano) sobraron los medios que dispararon a Lindstrom hacia la codiciada estratósfera de “influencers” y transformaron su libro en referencia obligada de la nueva moda del cerebro para explicarlo todo. Así como en el caso de William Gaudory y su fantasía de las ruinas mayas, la verdad detrás de los experimentos que Lindstrom describía en su libro tardó demasiado tiempo en ser llevada a la mesa de discusión de expertos en el tema. La promesa del neuromarketing se había roto mucho antes de que se dictara lo que realmente podía ofrecer.
Podemos enumerar más de una veintena de libros a la fecha que hablan o dicen hablar de Neuromarketing, así como una lista de empresas que fueron y vinieron asegurando ser la gran opción para entrar a la mente del consumidor. Los expertos en neurociencia, horrorizados por las conclusiones que ofrecía esta colección de entusiastas, decidieron tomar cartas en el asunto. Poco a poco, científicos de todo el mundo comenzaron a revisar qué era esto del neuromarketing que se le había ocurrido a la mercadotecnia, y qué tan factible era utilizar herramientas neurocientíficas para explicar el comportamiento del consumidor.
En la ciencia no hay “métodos propietarios”
Una de las primeras trampas de los emprendedores en neuromarketing fue el hecho de que nadie sabía realmente lo que estaba haciendo. A sabiendas de que se estaba jugando con tecnologías nuevas como la resonancia magnética funcional, o tecnologías viejas, pero altamente intuitivas como el eye-tracking, los primeros ofertantes de “estudios de neuromarketing” se ampararon en el sobreestimado valor de la innovación. De la noche a la mañana, surgieron diademas, googles, pulseras, cascos, toda la parafernalia necesaria para dar la impresión de estar haciendo cosas muy científicas y cuyo funcionamiento se explicaba respondiendo casi al unísono como “tecnología propietaria” o “métodos propietarios”. En ciencia esto no existe ni puede existir.
Conforme avanzaron los meses, cada uno de estos dispositivos fue sufriendo la dolorosa pérdida de credibilidad al someterse a pruebas simples de validación. Diademas que decían medir actividad cerebral simplemente recolectaban ruido muscular, sensores de eye-tracking no corregían el ángulo de iluminación del ojo, estudios de resonancia magnética funcional utilizaban inferencia inversa para encontrar qué lugar del cerebro “se encendía”. Un desastre por do nde se le quiera ver.
En ciencia, para que algo sea válido, debe de poderse repetir, con los mismos procedimientos, por diferentes expertos. Si los resultados son los mismos, quiere decir que el procedimiento mide lo que dice medir. De ahí a que no se pueda hablar de métodos propietarios. Un proveedor de neuromarketing que dice utilizar métodos de su creación, muy probablemente no sabe lo que está haciendo. Un proveedor de neuromarketing tiene la obligación científica de decir qué método está utilizando para analizar los datos y fundamentar sus hallazgos en estudios realizados por otros laboratorios más que de los que pueda hacer referencia a su propia producción.
Lo mismo aplica para los modelos teóricos que se utilizan. Utilizar modelos viejos del cerebro humano o postulados previamente refutados por la ciencia no tiene cabida en un estudio serio y formal del comportamiento del consumidor.
¿Existe el neuromarketing?
Nadie puede dudar que estamos en el siglo del cerebro. Por primera vez, en toda la historia de la humanidad, contamos con la tecnología para realizar estudios de hipótesis anidadas en tiempo real: cuantificar una respuesta cerebral y medir si dicha respuesta se manifiesta o no en conducta. Antes, ambas cosas se debían hacer a destiempo: los psicólogos evaluaban conductas, los neurólogos veían lesiones cerebrales y a través de la coincidencia entre lesiones cerebrales y conductas alteradas era como se hacían las correlaciones entre una región cerebral y una función mental.
Este hecho ha puesto de moda el prefijo “neuro”. Para contrarrestar el efecto hype y poner los pies sobre la tierra, un laboratorio publicó recientemente la “escala de procedimientos indirectos para medir la respuesta neuronal” o SNAP, por sus siglas en inglés. Esta escala pretende poner los puntos sobre las íes en lo que se refiere a utilizar el prefijo “neuro. ¿Podemos llamarle a algo neuromarketing? Todo depende de qué tan directa o indirecta es la información obtenida mediante las técnicas utilizadas:
La escala propone cuatro niveles perfectamente definibles que van desde el nivel 1 donde están los métodos que recolectan actividad neuronal real (ninguna se utiliza para hacer estudios de neuromarketing) hasta el nivel 4 donde están los métodos que recolectan correlatos comportamentales de alguna actividad neuronal conocida (como las pruebas de reconocimiento facial).
La escala es reveladora. Los métodos más populares como el eye-traking o el reconocimiento facial están en el nivel más bajo de herramientas “neuro”. La mercadotecnia se ha acostumbrado a considerar como “neuro” las técnicas más indirectas, dejando a un lado aquellas que precisamente le pondrían el “neuro” al neuromarketing.
Un neuromarketing mayoritariamente indirecto es, por su propia naturaleza, impreciso, lo que explicaría la poca utilidad real que han tenido estos estudios en experiencias recientes con clientes. Cuando las agencias han tratado de incursionar en el uso de estas herramientas, ante la ambigüedad de su utilidad, son colocadas como una curiosidad del cual pocas veces se abstraen conclusiones valiosas.
Un verdadero neuromarketing debiera ser entonces, aquel donde se utilizan las herramientas de medición más precisas (nivel 2 de la escala SNAP) y que aporte elementos de certidumbre, con datos numéricos que puedan sumarse a las tablas de análisis de datos, y darle el mismo peso a los valores como el que se le da a cualquier reactivo dentro de un proceso cuantitativo. En pocas palabras, una herramienta con cuyos datos las agencias puedan trabajar de forma activa y no sólo desde fuera, sin saber qué se mide y cómo se mide.
Incorporar herramientas neurocientíficas en investigaciones de mercado
Así como adquirir un programa de Adobe Illustrator no nos convierte automáticamente en diseñadores, la era donde adquirir lentes de eye-tracking o diademas de EEG prometía convertir a las agencias en “neuromarketeras” ha quedado en el pasado. Para hacer neurociencia se requiere de neurocientíficos, pero ello tampoco implica establecer convenios con universidades y que cada quien invente el hilo negro por su propia cuenta. Contrario a lo que ocurre en otros gremios, el de los científicos se construye sobre la base del intercambio de información y tecnología. En este sentido existe una red de conocimiento internacional de especialistas que llevan ya un recorrido de diez años probando métodos y técnicas en escenarios denominados “neurociencia del consumidor”.
Ello implica que las técnicas y métodos de laboratorio, probados y replicados por profesionales, ya han sufrido las adaptaciones suficientes para poder ser utilizados de forma directa por los mercadólogos. Por ejemplo, muchas agencias hace algunos años adquirieron instrumentos de respuesta psicogalvánica GSR con la promesa de medir las emociones. Con lo que se toparon fue con resultados como este:
Si bien resulta atractivo de primera impresión el resultado, las interrogantes se imponían, ¿cómo sé a qué segundo corresponde qué dato?, la escala de mOhms, ¿es buena o mala, puede subir más?, ¿Qué valor se puede considerar un impacto emocional “bueno”? Son preguntas sin respuesta porque un sensor de GSR no mide emociones, lo que mide es la conductividad de la superficie de la piel, y sin las debidas correcciones de señal y calibración, el máximo análisis posibles es prácticamente intuitivo.
La misma señal, procesada y transformada por un protocolo de cuantificación de respuestas como el que utiliza cualquier laboratorio de neurociencia en el mundo, transforma las mismas señales en la siguiente gráfica:
Las diferencias son evidentes: se eliminan las unidades de medición fisiológicas y se convierten en proporciones, es decir, saber qué porcentaje de la muestra presenta una respuesta emocional y en qué segundo. Esta transformación tan sencilla permite, ahora sí, aprovechar una herramienta neurofisiológica para diagnosticar segundo a segundo un material.
[1] http://www.muyinteresante.com.mx/historia/16/05/12/yuacatan-ciudad-maya-perdida-jungla/
[2] http://www.vanguardia.com.mx/articulo/nino-de-15-anos-descubre-ciudad-maya
[3] http://www.bbc.com/mundo/noticias/2016/05/160511_descubre_ciudad_maya_william_gadoury_dudas_db